La había conocido pero no la había visto. Solo podía leerla y sus palabras me sonaban claras, transparentes, como más tarde descubriría que era su piel de venitas oscuras. Pero eso fue más tarde.
Mientras tanto la leía, le leía la boca y la forma en que se mordía el labio inferior con esos dientes de conejo suyos, con media sonrisa escapada del mordisco que me desconcertaba del gusto. Cuando no se daba cuenta le leía entre las hebras del pelo el pensamiento que se le adivinaba en los ojos, o pegado al paladar, pero seguía sin verla ¿se imaginan? Nada más allá de las palabras, pero un día me llama con esa forma suya de cogerme por sorpresa, para desubicarme diciéndome entre la bulla del fondo, su forma de hablar enredando la lengua y una risita que me caló el diafragma, que había visto una cama y había pensado en mí, que le entró urgencia por llamarme pero que sin mi número como hacía, y que una mona que andaba con ella se lo dio junto con un celular diciéndole no te demores, y se reía de si misma, que de la situación, me decía, que tengo que colgar hablamos luego. Y acabé, claro, acabé leyéndole en la voz que también me leyó la mía; me leyó la sangre subida a la cabeza y como me ardía la mano del teléfono, me leyó algo que aun no logro sacarle que me pilló en la carcajada que se me salió por la sorpresa de su humor infantil fuera de lugar y del gusto. Tenía que ser, si, leyó que me gustaba.
Apenas pude suspirar cuando colgué, aunque más bien fue un bufido, me había dejado exhausto, como cogido por la espalda, con la guardia baja y demás terminologías que no uso. Asustado, desesperado por esa voz cargada de estática que se me había varado entre una y otra oreja, más a fondo, y mucho más allá. Pero ahí no acaba todo, no, si así fuera no estaría contándoles esto;